Por Sergio Sinay
Señor Sinay: Quisiera saber si la sanción, castigo, penitencia es efectiva para un hijo adolescente. Quizás como padres sintamos que esa medida nos da protección, ante un mundo peligroso y ante la libertad y omnipotencia que siente un chico de 15 años. Verdaderamente, la restricción ante una macana, ¿ayuda a nuestros hijos a pensar más antes de actuar o los conduce hacia otro error: mentir, dejar de comunicarse, escaparse, buscar lo prohibido? ¿Para quién es útil la sanción, para los papás o para los chicos? ¿Qué otra forma de educar existe para que nuestros hijos elijan por sí solos un buen camino, y sobre todo para que aprendan a cuidarse ante los peligros de esta vida? Roberta G.
Quizás las dudas que inquietan a nuestra amiga Roberta puedan encararse desde otra perspectiva. En lugar de hablar de sanciones, castigos y penitencias, podríamos hacerlo de límites, libertad y responsabilidad. La educación es un edificio que se sostiene sobre tres pilares: la transmisión de valores, la demostración de que hay un sentido en la vida de cada persona, y la guía hacia un modelo de vínculos en donde el otro es respetado y es considerado como un fin en sí mismo, jamás como medio para un fin. Estas tres tareas corresponden primordialmente a los padres, al hogar, a los adultos significativos en la vida de los chicos. Y no hay otra forma de cumplirlas que no sea vivir los valores que se quieren transmitir, vivir una existencia con sentido (que no se agote en el tener, en el mostrar, en el hacer) y vivir vínculos significativos, que no sean meras transacciones utilitarias (con la pareja, con los hijos, con los socios, amigos, proveedores, clientes, familiares, es decir, con el mundo). Desde esta perspectiva, los chicos entran a la enseñanza formal (a cargo de la escuela), ya educados. Sus pedagogos esenciales (padres, hogar, adultos significativos) educan con su vida, no con palabras, regaños, declaraciones ni sermones.
Los padres son responsables ante las vidas que trajeron al mundo, o ante quienes adoptaron como hijos. La relación con los hijos es siempre asimétrica, debe serlo, es su naturaleza. No es de pares. Unos (los padres) guían a los otros, los educan, les responden. Y una de sus funciones esenciales es poner límites. El límite enseña que no se puede todo, que no basta desear para tener o hacer, que hay prioridades inmodificables, que la vida se asienta sobre ciclos y que cada ciclo tiene sus leyes y del cumplimiento de las mismas depende, en buena medida, la armonía, el equilibrio y el sentido de una vida. Cuando ponemos límites enseñamos a elegir. Si no puedo todo, debo elegir. Esto hará que me ponga en contacto con mis reales necesidades y que aprenda a valorar. Una sanción puesta porque sí es un arbitrio, un capricho que acaso, como dice Roberta, satisfaga al padre pero nada enseñe al hijo. Pero una sanción anunciada y cumplida según se anunció, en caso de que un límite haya sido transgredido, enseña una ley fundamental de la vida: la de que cada acción tiene una consecuencia. Cuando nos hacemos cargo de las consecuencias de nuestras acciones nos hacemos, también responsables. No es libre quien hace lo que quiere, quien ve su camino limpio de obstáculos. Es libre quien, habiendo aprendido que existen los condicionamientos, los límites, las imposibilidades, hace uso de su facultad de elegir. Y aun en los casos en que parece no haber opción, siempre queda una: nuestra actitud ante esa situación.
Los padres que no actúan como tales (poniendo los límites que como adultos les corresponden, fijando reglas de juego, haciéndolas cumplir, manteniendo con amor y respeto la asimetría del vínculo) por temor a que los hijos dejen de comunicarse, a que "busquen lo prohibido" o, en fin, a que dejen de quererlos, también educan a sus hijos, aunque no del modo deseable. Les enseñan que las relaciones son negociaciones, que se da cariño a cambio de lo que se recibe, que el amor es una transacción.
Cuando nuestros hijos, gracias al cumplimiento de nuestras funciones como padres, devengan adultos autónomos y responsables (para eso los educamos), estarán en condiciones, seguramente, de elegir su rumbo en una vida que, inevitablemente, ofrece peligros. Antes de eso, poner límites y sostenerlos (también ir adecuándolos a las edades de los chicos) es ejercer nuestra misión. Y eso, sin duda, es bueno para padres e hijos. Aunque para unos signifique tiempo y trabajo y para los otros frustraciones y protestas. Al final, ambos celebraremos juntos.